El sometimiento emocional es una condición que atraviesa nuestro ser desde la más temprana infancia hasta la muerte: el sometimiento al otro producido por el miedo a su respuesta emocional, a que no nos valide, a que frustre nuestros deseos, a que nos castigue con la pérdida de amor, con la descalificación, con el abandono. Basta con adentrarnos en la vida de pareja para comprobar el profundo sufrimiento que se deriva de estar pendiente de la respuesta emocional del otro/a. Es una continuación, a veces casi sin modificación alguna, del mundo emocional del bebé, quien es moldeado por la mirada de de las otras personas significativas dado que la única referencia que tiene sobre su ser es el estado de ánimo de esa otra persona significativa. No tiene forma de saber que el humor cambiante de los que le rodean, el fastidio o el amor que experimentan hacia él, son más el producto de necesidades y estados internos del otro que de su propia conducta y valía.
Esa es la marca que llevamos como núcleo duro de nuestro ser y que determina nuestra reacción emocional ante el otro, nuestro continuo temor en la pareja, en la amistad, incluso en el encuentro fugaz con alguien que no volveremos a ver. Nuestra vida está marcada por la conflictiva del sometimiento, por los intentos de lidiar con las angustias que nos produce la dependencia emocional y con las angustias generadas al intentar desprendernos de aquellos a los cuales nos sometemos. Es lo que explica por qué hay sumisión a una pareja que no responde a legítimas necesidades emocionales, o que tiene frecuentes estallidos de agresividad, o es infiel, o llega a formas brutales de maltrato, sumisión que requiere del autoengaño para poder continuar soportando esas condiciones, fabricándose, una y otra vez, argumentos que hagan creer a la razón lo que profundamente se sabe que no es cierto: que se sufre en esa relación, que el miedo a la separación (soledad, indefensión, sentimientos acerca de la imposibilidad de conseguir otra pareja) es capaz de imperar por encima de cualquier sufrimiento.
El término sumisión es una gama muy amplia de fenómenos, no sólo a los casos más extremos en que alguien es dominado totalmente por el otro/a, aceptando sus deseos, sino a algo mucho más frecuente, cotidiano: la angustia que experimentamos frente al otro/a, a la inhibición en expresarnos, a la mirada atenta con temor a los gestos del otro/a, a lo que dice, a su tono de voz, a su cara. El otro es escudriñado inconscientemente de manera constante para ver si está conforme y satisfecho con nosotros. Sumisión al otro/a es lo que impide dejar fluir lo que somos, lo que deseamos, lo que pensamos, lo que sentimos.
Como se desprende de esta simple descripción, la sumisión al otro/a es la más universal de las condiciones. El gran desafío que todos debemos afrontar es cómo seguir en relación, cómo mantener el vínculo, cómo escuchar al otro/a, cómo tener en cuenta lo que el otro/a siente y piensa, y todo ello sin renunciar a ser uno mismo, diferente de ese otro, con nuestras limitaciones pero con nuestros valores.
Estamos condicionados para creer que lo que el otro siente frente a nosotros (su entusiasmo o su rechazo, su deseo de acariciarnos o la reticencia a nuestras caricias) testimoniarían sobre lo que somos, si somos dignos de ser queridos o no, sin darnos cuenta que, en verdad, lo único que indican es lo que le pasa al otro.
Desgraciadamente, los seres humanos por crecer en un mundo en que nos es vital que las pocas figuras que nos rodean nos acepten, nos quieran, nos valoren (no puede ser de otro modo) arrastramos esa condición y no llegamos a saber emocionalmente que el mundo que ahora nos rodea es más amplio que el infantil, que si alguien no nos quiere siempre encontraremos a alguien que sí goce estando con nosotros. Las necesidades y deseos que tenemos de intimidad de distinto tipo (acariciar, besar, ser acariciados, ser besados, dormir junto a alguien, tener relaciones sexuales, compartir estados de ánimo, experiencias, etc.) hacen que la ausencia de la pareja, o la sola anticipación de que ello pudiera suceder, desencadene un estado de necesidad imperiosa semejante al provocado por la abstinencia en cualquier adicción. De ahí lo difícil que resulta desprenderse de una pareja que junto al maltrato o a la frustración que produce alterna éstos con momentos en que vuelve a proporcionar satisfacción suficiente para mantener la adicción. No es una cuestión en la que se pueda considerar que la persona niegue la patología del otro/a sino que, aun sabiendo de ella, no puede resistir la presión de su propia necesidad de contacto con el otro/droga.
Pero éste no es un destino inexorable, podemos con un lento pero continuo proceso de elaboración que, tras un primer tiempo de comprensión intelectual de las condiciones que nos empujan al sometimiento, de que podemos recuperar nuestro ser de la alienación en el otro. Por supuesto que hay condiciones de la realidad que hacen que alguien no pueda separarse, o que el balance entre sufrimiento y satisfacción con la pareja no sea tan desequilibrado hacia el polo del primero como para impulsar una medida tan drástica, dolorosa y traumática como es la separación, pero el llegar a sentir que la persona que es nuestra pareja no es única, que sus respuestas afectivas frustrantes no son por lo que uno es sino que dependen de características del otro, contribuye a disminuir el sufrimiento, la dependencia afectiva, el daño a la autoestima, y a continuar con la pareja bajo otras condiciones.
Como dijo alguien en una ocasión: “Antes lo/la quería y no me quería a mí. Ahora lo/la quiero menos pero me quiero a mí”.
El estado afectivo con que se expresa estas palabras es una mezcla de orgullo sobre uno mismo y de dolor porque ya no se quiere como antes, y eso es una pérdida, pero con el sentimiento de que por primera vez uno siente por lo que uno es, y no, de una forma vicariante, lo que el otro nos hace sentir que somos.